Páginas
▼
24 de septiembre de 2011
La vida que escribimos
El abuelo murió hace casi cinco meses. Tenía 90 años. Fue, sin embargo, un final soñado. Cargó, pulió y labró la madera desde muy pequeño para buscar otra vida. Dejó el campo y llegó a Bogotá. Luego se casó con la abuela. Y año tras año levantó, con una maravillosa mezcla de humildad y entereza, la casa enorme en la que crecieron sus once hijos.
Para los antiguos griegos, la muerte definía la vida. Morir no era el final, sino el principio. Era el punto de arranque para escribir el relato de quien ya no estaba: un soldado muerto en Salamina, era un héroe de guerra; Sócrates tras beber la cicuta, el de la fidelidad a sí mismo; Pericles, el gobernante del Siglo de Oro...
—Entonces, ¿qué podemos decir nosotros de Tirofijo?
—Uf, no sé. Se me revuelve el estómago.
—¿Y de Salvador Allende?
—Que fue un buen gobernante y un humanista, hasta el final.
—¿Y del Che Guevara?
—Algo así como: «El hombre que, víctima de su propia soberbia, irrespetó todos los límites».
—¿Y de Franco?
—Nada. Ya se ha dicho mucho. Dejémoslo tranquilo en el infierno.
—¿Y de Andrés Pastrana?
—Andrés Pastrana no está muerto... Aunque bueno, tiene razón. Es como si lo estuviera. O mejor, como si nunca hubiera existido.
Y si usted, querido lector, se muriera mañana o pasado o el próximo mes, ¿qué diría su historia?
No hay comentarios:
Publicar un comentario