Hablaba el otro día con un compatriota sobre la conquista de América. Pero no era una charla académica. Más bien se trataba de uno de esos ejercicios a los que de vez en cuando nos entregamos los que hemos optado por el exilio. Al fin y al cabo, hablar del país —bien o mal— es una manera de hacer frente a los coletazos de la nostalgia.
De uno u otro modo, aterrizamos el tema en Colombia y en las más de 120 tribus indígenas y sus múltiples riquezas con las que se encontraron los primeros exploradores españoles. Y fue ahí, en ese punto, cuando mi compatriota no pudo contener un arrebato nacionalista.
—¡Los españoles nos robaron el oro! —exclamó casi con rabia.
Me quedé mirándolo, desconcertado.
—No le entiendo —dije.
—Pues que nos robaron el oro. Los españoles se llevaron todas nuestras riquezas.
—Eso todo el mundo lo sabe. Yo me refiero a lo otro.
—¿A qué?
—Pues a lo otro. ¿No se da cuenta de lo que acaba de decir?
Hubo un corto silencio que aproveché para mirarlo con más detalle: tez blanca, ojos claros y cejas casi rubias. Recordé, además, que su primer apellido era González.
—¿A qué tribu indígena pertenece? —le pregunté al fin.
Entonces fue él quien me miró desconcertado.
—¿Perdón?
—Eso. Quería saber a qué tribu indígena pertenece usted.
—Pues a ninguna. Yo nací en Bogotá.
—¿Y su familia también?
—También... ¿Por qué la pregunta?
Hubiera podido decirle algo sobre «los españoles». O sobre «nosotros». O recordarle que, según un reciente estudio realizado por genetistas, el 90% del gen materno de los colombianos es de origen indígena, mientras el 94% del gen paterno proviene de europeos (en su mayoría europeos peninsulares de España).
—Espere... —insistió—. Dígame por qué la pregunta...
Pero no le respondí. Igual, creo que su nacionalismo no lo habría entendido.
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