Érase una vez un presidente vanidoso que gobernaba un pequeño país sudamericano. El pequeño país estaba ubicado en el centro del mundo y por eso Rafael, que así se llamaba el vanidoso, creía ser además el centro del centro.
Tenía una debilidad el Presidente: un gusto excesivo por los viejos trajes socialistas. Eran trajes de segunda mano que mandaba traer desde La Habana, Caracas o Teherán.
Todas las mañanas salía del Palacio de Gobierno y recorría las provincias del pequeño país. El ritual era siempre el mismo: se exhibía ante las multitudes y todos, al unísono, debían alabar sus trasnochados atuendos.
Pero un día, tras subir a la tarima enfundado en un traje especialmente añejo y desgastado, se dio cuenta de que alguien criticaba la escasa variedad de su armario. Semanas más tarde, el comentario se convirtió en tema nacional.
A punto de rasgarse las vestiduras, mandó llamar al mejor sastre del país y le ordenó que fuera de pueblo en pueblo, de provincia en provincia, cosiéndole la boca a todos los que habían criticado sus anticuados diseños.
Y así sucedió. Aguja e hilo en mano, el sastre cosió centenares de bocas.
Por si las dudas, a la mañana siguiente salió al balcón presidencial y dictó, a grito entero, una nueva ley que prohibía los malos comentarios sobre sus viejos trajes socialistas. Desde entonces sólo oyó alabanzas, elogios, adulaciones.
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