19 de febrero de 2013

Aprender a bailar (o no)




—¡Tienes que aprender a bailar! —me dijeron el día que cumplí 8 años.
   Pero a mí, sinceramente, el baile nunca me movió el piso. No me tocaba ninguna fibra. Es más, refugiado en mi bogotanidad, no entendía por qué las parejas se movían de aquella manera por el solo hecho de oír una canción. ¿Qué les pasaba? ¿Que significaba semajante alboroto?
   Cuando cumplí 15 me siguieron insistiendo:
   —¡Déjate llevar por la música! ¡Saca la sabrosura que llevas dentro!
   —Es que no tengo ninguna sabrosura —les respondía con toda franqueza.
   Años más tarde, en el exilio español, no pude dejar de preguntarme qué clase de bailarín habría llegado a ser en caso de haberlo intentado. ¿Uno virtuoso, de esos que ganan Mundiales de Salsa en Australia o Japón? ¿Uno de los que bailan «al son que les toquen»? ¿O uno que, al menos, fuera capaz de distinguir una salsa de un merengue?
   Movido por la curiosidad, me puse manos (o pies) a la obra. Y acabé siguiéndole el paso a una maestra de primerísimo nivel. Para sorpresa de ambos, sus clases pronto me metieron en cintura: aprendí pasos, giros, vueltas, piruetas, «uepa jes» y todo lo que un aprendiz debe saber antes de saltar a una pista. Mi maestra insistía en que mi cuerpo tenía ritmo. Y llegué, incluso, a ilusionarme. Me dije que quizá había estado en un error durante años. Que durante todo este tiempo había negado una parte de mi «verdadera esencia». Y que ahora, con el son metido en el cuerpo, bailaría hasta en los entierros.
   Visité discotecas. Escuché música que nunca antes me había interesado. Aprendí nombres que me parecían sacados de otro idioma: Rubén Blades, Willi Colón, Oscar de León, Héctor Lavoe, Guayacán, La Sonora Matencera, Los Hermanos Rosario...
   Pero justo cuando empezaba a unirme a la orquesta, confirmé lo que siempre había sabido: que aquel ritual del cuerpo, con o sin clases de por medio, me aburría enormemente. Lo supe desde el día en que, nada más pisar la pista, empecé a desear secretamente el final de las canciones. Me impacientaba tener que mover los pies y la cintura durante cinco o seis minutos seguidos. No me gustaba eso de «marcarle el ritmo» a mi pareja. No soportaba la música a todo volumen. En últimas, me sentía como cucaracha en baile de gallinas.
   Me despedí de mi maestra al día siguiente:
   —Mil gracias —le dije—. Pero esto no lo arregla ni la mismísima Celia Cruz.
   —¿Estás seguro?
   —Completamente. Entiendo eso de que el baile sea «escultura en movimiento» o «el lenguaje oculto del alma», pero está claro que este cantar no va conmigo. No puedo ser Antón, que baila según le hacen el son. Tampoco me importa mucho si me quitan lo bailao. Lo mejor, sinceramente, es que me vaya con mi música a otra parte. O sea, que de ahora en adelante vaya a mi ritmo, al ritmo que marcan mis pasos, y nada más. Cualquier otra cosa será como tararear una canción de la que uno no se sabe la letra.

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