31 de julio de 2013

Autocrítica (I)



Nadie sabe lo que pasó en aquel vestuario. Lo único cierto es que allí se gestó uno de los capítulos más épicos de la historia reciente del fútbol.
   Al término del primer tiempo, el Liverpool caía 0-3 en la final de la Liga de Campeones de 2005. El AC Milan había resuelto el asunto en apenas 45 minutos.
   Es probable que el primero en hablar fuera Rafa Benítez, el entrenador del equipo inglés. Y que, contra todo pronóstico, lo hiciera en tono moderado, conciliador, con el tacto y la mesura de quien está delante de un moribundo. De hecho, es probable que sus primeras palabras tuvieran el tono de un sacerdote oficiando la extrema unción.
   Y es probable que, tal como estaban las cosas, rompiera su costumbre de ponerse delante de la pizarra para insistir en la táctica. Nadie, ni siquiera el capitán Gerrard, le habría escuchado.
   En cambio, lo más seguro es que, tras una escueta intervención rematada por un «no entiendo nada de lo que está pasando», se hubiera quedado en silencio, con los brazos cruzados mientras repasaba uno a uno los rostros de sus jugadores.
   Es posible que alguien dijera algo. Quizá el aguerrido Carragher. O quizá el goleador Baros o uno de los dos españoles, Alonso y García. Pero también es posible lo contrario: que cada uno, con las imágenes del juego palpitando aún en su cabeza, guardara completo silencio hasta que el llamado del comisario de la FIFA los rescatara de esa extraña quietud.
   Luego, reunidos en un círculo, es probable que hayan regresado al campo del Olímpico Atatürk de Estambul al grito de: «I never walk alone!».
   El resto de la historia es conocida: los de Benítez igualaron el partido (3-3), forzaron la prórroga y se impusieron en la tanda de penaltis (3-2).

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