21 de abril de 2014

Regreso a Macondo



Macondo reverberaba bajo el calor de las tres. En los tejados, los alcaravanes habían empezado a cantar mientras el pueblo, en lenta romería, acudía a la vieja estación del tren.
   —¿Qué pasa? —preguntó Catarino, el de la tienda.
   —Esperan a Gabo.
   —¿A Gabo?
   —Sí —confirmó el alcalde—. Gabo ha emprendido su último viaje. Se ha marchado de su casa en México D.F. para venir a vivir aquí, a su pueblo mítico, a la ciudad de los espejos que alguna vez imaginó junto a un río de piedras blancas, como huevos prehistóricos.
   A la estación llegaban niños, hombres, mujeres, ancianos y hasta un perro de ojos azules.
   —¿Y por qué tantos?
   —La imaginación de Gabo era tan grande como el mismísimo Caribe. Vea, por ejemplo, al grupo de la derecha: son los Buendía, desde el gran José Arcadio, patriarca de la estirpe, hasta el famoso cola de puerco, producto del amor entre Aureliano Babilonia y su tía Amaranta Úrsula.
   —¿Y ese anciano vestido de brujo?
   —Es Melquiades, el sabio, uno de los primeros gitanos que pisó el Caribe.
   —¿Y ese otro que va con un gallo bajo el brazo?
   —Es el coronel, que todavía no tiene quien le escriba. El gallo es lo único que le queda en la vida.
   —¿Y esa mulata de más allá?
   —Ah, ésa es la Cándida Eréndira y su abuela desalmada... La niña quemó la casa en donde vivían y la vieja, desde entonces, la obliga a prostituirse hasta que la deuda esté saldada.
   —¿Y aquel general con el pecho lleno de medallas?
   —Es el patriarca disfrutando de su otoño. Ha muerto dos veces y aún sigue al frente de la patria.
   —¿Y ese muchacho tan elegante?
   —Es Santiago Nasar. Su muerte, según dicen, ya está anunciada.
   —¿Y aquella pareja de ancianos?
   —Florentino Ariza y Fermina Daza. Vienen de los tiempos del cólera. Los ha traído un barco que ha estado viajando durante décadas entre Cartagena y La Dorada.
   De pronto, un vagón silencioso arribó a la estación. En el andén descendió un anciano pequeño, con algo de panza, y cuya sonrisa era tan inmensa que resplandecía a kilómetros. Llevaba un pantalón de lino blanco, una camisa guayabera y un sombrero vueltiao. A cada paso iba dejando una estela de mariposas amarillas revoloteando en el aire. Era Gabo.
   Todos salieron a abrazarlo. La voz de Francisco El Hombre, quien derrotó al Diablo en un duelo mítico de acordeón, entonó canciones de los primeros tiempos.
   —¿Y por qué ha venido a Macondo? —insistió Catarino.
   —Es la única manera de que siga viviendo —respondió el alcalde—. Es el único remedio contra el olvido. A partir de ahora, habitará por los siglos de los siglos en las páginas de sus libros, como un personaje más, como usted o como yo, pues ni siquiera los escritores de su fama, condenados o no a cien años de soledad, tienen una segunda oportunidad sobre la Tierra.

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