6 de octubre de 2011

La ética del té


Mi mente latinoamericana no entiende algunas cosas. Acostumbrado hasta hace poco a los chanchullos y las artimañas colombianas, la más mínima señal de confianza me parece toda una gesta. Resulta que al lado de la revista en la que trabajo, una tienda de té ofrece degustaciones gratuitas. Pero lo curioso no es que sean gratuitas, sino que cada mañana, religiosamente, la dependienta saca a la acera una mesa con dos jarras llenas y una torrecita de vasos plásticos. Y los deja ahí, como si nada...
   —¿No se las roban?
   —Nada de eso. Le repito, esto no es Colombia.
   Cada mañana, cuando doblo por Fernando VI y paso frente a la tienda, no puedo resisitir la tentación de coger un vasito, servir un poco de té y disfrutar mientras el líquido empieza a bajar por mi garganta. Da igual el color, la temperatura o la procedencia de las infusiones. Para mí siempre sabe bien.
   —¿Y para qué me cuenta todo esto? ¿Solamente para hablar mal de Colombia?
   —Hoy no tengo ganas de hablar mal de Colombia.
   —¿Entonces?
   —Es que las jarras de té me hicieron pensar en la ética que practicamos. Y en que todavía es posible hacer pequeños pactos con los otros.
   Me suena entonces aquella famosa frase de Albert Camus: «Un hombre sin ética es una bestia salvaje soltada a este mundo».
   —Pero hay algo más interesante en todo esto.
   —¿Qué?
   —Enfrente de la tienda, nada más cruzar la calle, están los angelitos de la SGAE.
   —¿Los que desviaron más de 30 millones de euros y recorrieron medio mundo mientras se gastaban el dinero en joyas, coches, gimnasios, restaurantes, lencería y hasta en una tienda de jamones en Venecia?
   —Esos mismos... Y con sólo cruzar la calle.

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