4 de septiembre de 2013
La PPmorfosis
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Luis Bárcenas despertó convertido en un monstruoso insecto. «¿Qué me ha pasado?», pensó.
No era un sueño. Su celda, una de tantas en la prisión de Soto del Real, conservaba su aspecto habitual. En la única mesa de la estancia reposaban las copias de unos documentos (Luis había sido tesorero de un partido político hasta enero pasado) en los que se relacionaba a varios de sus copartidarios con donaciones ilegales y sobresueldos.
Unos días antes, Luis había entregado los papeles originales al juez. Así que su familia política (María Dolores, Javier, Francisco), que antes había puesto la mano en el fuego por él, ahora le había abandonado a su suerte. «¡Qué profesión tan lamentable fui a elegir!», exclamó, mientras se miraba el encorvado vientre y trataba de controlar sus enormes y peludas patitas.
«¡Luis, ha venido su jefe!», le gritaron sorpresivamente desde otro lado de la puerta. Pero Luis no podía levantarse para abrir y, encima, sólo lograba emitir guturales sonidos.
Se trataba de Mariano, presidente del partido, quien unos meses atrás, cuando se había iniciado el proceso en su contra, le había enviado un SMS dándole ánimo: «Sé fuerte, Luis. Todo saldrá bien». Y, dadas las actuales circunstancias, Luis pensó que se trataba de su última carta, el único que podía sacarlo de aquella prisión.
Sin embargo, las intenciones de Mariano eran otras: «No se moleste en abrir», dijo el jefe. «Sólo vengo a decirle que, viendo su increíble obstinación, no me siento para nada inclinado a tomar parte en su defensa. Es más, de ahora en adelante ni siquiera mencionaré su nombre. Y en el seno del partido, haremos como si no lo hubiésemos conocido nunca».
«¡Pero señor!», intentó decir Luis, arrastrándose ahora por el suelo de la celda. «Usted, mejor que nadie, sabe que es una acusación infundada. Es verdad que cambié de versión por lo menos tres veces. Aun así, todo lo que digo es cierto, incluso lo de sus trajes y sus corbatas. A los tesoreros no nos quieren, lo sé. Piensan que ganamos un dineral, y que encima nos damos la buena vida. Pero nada más lejos de la realidad: sólo cumplimos órdenes».
No hubo respuesta. Los pasos de Mariano se alejaron por el pasillo de la prisión.
Desde entonces se ha ido acostumbrado a su nueva condición: aislado, desacreditado y con sus bienes y sus cuentas embargados por el juez. Algunas veces mira los telediarios y se entera de las reuniones de sus colegas. «¡Qué vida tan tranquila lleva el partido!», piensa, y vuelve a recluirse en el rincón más oscuro de su celda.
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