Ni el más optimista habría dado un peso por ellos. Sus nombres —salvo el de dos o tres veteranos y el de un volante extranjero que había firmado ese año para reforzar la plantilla— casi ni se escuchaban en el rentado local. El club, en un encomiable ejercicio de autarquía, llevaba varias temporadas con los ojos puestos en la cantera. «Proceso», repetían sus directivos. Hasta que, una mañana, los diarios reseñaron un histórico triunfo después de 53 años de su único título nacional. La apuesta se convirtió en aventura: un equipo desconocido en casi todo el continente lucharía por el torneo de clubes más prestigioso de la región. La receta del entrenador fue la misma: perfil bajo y confianza. Y fue suficiente: la huella de su fútbol, efectivo aunque poco vistoso,
quedó impresa en cada campo donde se exhibió aquel uniforme de un blanco impoluto: Maracaibo, Montevideo, Guayaquil, Sao Pablo... Y, en el momento decisivo, Buenos Aires. Se cerraba el ciclo. Y, de paso, dejaba un mensaje para la liga nacional: en el país del cortoplacismo y los arrebatos desmedidos, la gestión moderada no era incompatible con los títulos.
(*) El 1 de julio de 2004, el Once Caldas de Manizales ganó la Copa Libertadores de América. Seis meses más tarde, fue subcampeón del mundo en Yokohama.
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