—Según una reciente encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), sólo un 16% de los ciudadanos estaría dispuesto a dar su vida por España... ¿Usted daría la suya?
—Yo a España la quiero muchísimo. Pero eso de «dar la vida» me parece un poco exagerado.
—Y por Colombia, ¿daría su vida?
—¡Ni loco que estuviera! ¡No se puede defender lo indefendible!
—En cualquier caso, es un dato significativo. ¿Qué cree que pasa con ese otro 84% de la gente? ¿Ya no se sienten españoles? ¿Les da igual la bandera y el patriotismo?
—Ser español no debe de ser fácil. Esto que ahora llamamos «España» está hecho a retazos.
—Ya, pero tampoco es un acto de fe.
—Desde luego. Pero es que, además, tenga en cuenta una cosa: de un par de años para acá, en la sociedad española ha despertado un fuerte sentimiento de desafección hacia las principales instituciones del Estado y del sistema en general. Lo que antes parecía sagrado, ahora está en el centro de los debates. Y eso ha provocado que, entre otras cosas, conceptos como «patriotismo», «nacionalismo», «España», «país» y hasta «democracia» se caigan del pedestal en el que estaban. La gente ya no come tanto cuento. Muchos ciudadanos, desengañados o simplemente desinteresados, han decidido retirarse a otras esferas.
—¿Otras esferas? ¿Cuáles?
—Por ejemplo, la familia: un 47% de los encuestados sí daría la vida por su familia. O también agrupaciones, asociaciones, movimientos sociales, pequeños espacios a los que han trasladado el interés que antes pugnaba por ser masivo. O que, por lo menos, pretendía serlo.
—¿Y eso es bueno o malo?
—No lo sé... Por un lado, quiere decir que nos hemos quedado sin el concepto de «comunidad», es decir, sin eso que nos vincula unos a otros. Antes todo parecía sólido, contundente, pétreo. Ahora vivimos en los tiempos del individualismo, del desapego, donde cada uno es como una isla perdida que nada tiene que ver con la siguiente. Como dijo el coreano Byung-Chul Han, se trata de la «sociedad del cansancio», aquella que «no necesita de parentesco ni de pertenencia» y que sólo está unida por «un cordial levantamiento de hombros».
—O sea, que vamos de culo pa'l estanco...
—O no. Porque, a la vez, ese traslado hacia lo micro está generando nuevas formas de acción. Mire, por ejemplo, a la gente de la PAH. O, incluso, a los de Podemos. Parece que la apuesta empieza a ser otra: no la de «dar la vida por España», sino más bien tratar de ver los asuntos del día a día y empezar a corregirlos. Sin el vapor envolvente de los viejos conceptos, el ciudadano parece haber entendido que existen otros caminos. Ésta es la gran oportunidad que nos ofrecen los tiempos que corren. Aunque, al mismo tiempo, el principal reto.
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