7 de junio de 2012

Marcelo, el alquimista




Hace un año le encomendaron la labor de ennoblecer ciertos metales. Sin pensarlo mucho, tomó posesión del laboratorio: acomodó los libros, desplegó los planos, mapas e ilustraciones, y dispuso minuciosamente de cada una de las herramientas y los materiales que llevaba con él a todas partes.
Trabajaba mucho. Los días se le pasaban ensayando ésta y aquella mezcla, calentando tal o cual sustancia, extrayendo las sales de piedras compactas.
Tomaba apuntes. Pensaba.
Sólo salía del laboratorio una vez a la semana, cuando tenía que presentar sus avances ante el público. Aun así, lo que hablaba era poco y en ningún caso detallaba cómo había obtenido tal coloración o una cierta textura.
Los primeros días acumuló más fallos que aciertos. Los metales se resistían a su tarea y apenas variaban. Pero un día, sin saber bien cómo, el proceso se encaminó: expuestos al fuego una y otra vez, fueron adquiriendo el tono negro que él tanto buscaba. Luego, reducidos a su mínima expresión, desprendieron un vapor sombrío, espeso.
Días después, previa fijación del proceso, los bañó con la sustancia que había extraído de las piedras (extraña mezcla de mercurio, azufre y sal). Y como si de un milagro se tratara, comenzaron a adquirir un color límpido, fulgurante, que reconfortaba el alma y el espíritu de sólo contemplarlo.

No hay comentarios: