La desobediencia empezó cuando un conductor detuvo su coche en un peaje, bajó el cristal de la ventana y, en vez de extender el billete correspondiente, le dijo sin más al funcionario: «No vull pagar» («No quiero pagar»).
El hecho se extendió rápidamente por los pueblos y ciudades. Es más, a los pocos días se convirtió en tema obligado de conversación en la capital de la comunidad. Todos se preguntaban de dónde había salido aquel conductor desobediente.
Sin embargo, el gesto tuvo numerosos adeptos. En apenas unos días, un grupo de conductores se negó a pagar los peajes. También lo hicieron los que llegaban de comunidades vecinas. El rumor se había convertido, de pronto, en un movimiento ciudadano.
«Estas carreteras ya las hemos pagado», respondían, contundentes, cuando se les preguntaba por los motivos de la protesta. Y recordaban, una vez más, que la empresa administradora de las autopistas, pese a que el coste de la obra había sido cubierto varios años atrás, seguía cobrando elevadas sumas bajo el mismo concepto.
Llegaron a generar tanto ruido, que el Gobierno Regional se las arregló para reformar el código de tráfico —que no decía nada al respecto— e imponerles cuantiosas multas.
Pero, a los pocos días, el Defensor del Pueblo recordó que el impago de los peajes era, en este caso, un asunto de carácter privado, y pidió archivar la mayoría de las infracciones. Por su parte, la Policía Autonómica dijo que la protesta no vulneraba el orden público y que, por tanto, no actuaría contra los que optaran por el impago.
Animados por las declaraciones, hace poco han vuelto a pedir al Parlamento la revisión de los convenios de las carreteras con las empresas. De lo contrario, aseguran, dejarán de usarlas.
Y no lo dicen porque sí: resulta que ahora ya son decenas, cientos, miles.
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