23 de enero de 2014
Trofeo
No jugaba para ganar trofeos, sino porque no podía dejar de hacerlo. Y encima era feliz. Desde los 17, cuando en Suecia '58 sorprendió al mundo con sus alegres gambetas, su nombre cobró significado en todos los idiomas. No hubo (ni ha habido) ninguno como él: técnica, destreza, fuerza, inteligencia, belleza... Y, por supuesto, trofeos. Muchos trofeos. Más de una treintena de trofeos que él, sin embargo, apenas miraba. Hubo uno, sin embargo, que nunca alcanzó: el Balón de Oro. En sus tiempos, cuando el fútbol era un valor en sí mismo más que un aparato de marketing, era exclusivo de los que jugaban en Europa. Y él, ícono del Santos FC, siempre quedó excluido. Paradoja: el mejor de todos se quedó sin el mejor trofeo. Hasta que, muchos años después, alguien pensó que podría ser un buen reconocimiento a su carrera. Él lo recibió como si fuese el primero: agradeció, lloró, rió. Lo sostuvo un momento entre sus manos. Finalizada la ceremonia, regresó a casa como si nada.
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