23 de agosto de 2015

Hoja de reclamación



Resignados, un colega y yo apuramos el último trago de la cerveza. Faltan 10 minutos para que acabe el partido en Tiflis y el Sevilla, aunque le ha plantado cara al Barça y está a un solo gol del empate, es casi seguro que se quedará ad portas del milagro.



   Sin embargo, en el minuto 81 Yevhen Konoplyanka pone el 4-4. Mi colega y yo lo celebramos, eufóricos. La prórroga es una ilusión compartida que justifica otra cerveza.
   Pero nada más acabar el partido, cuando más atornillados estamos a nuestras sillas para ver lo que sigue y hacemos un nuevo brindis por el Sevilla, un camarero nos advierte de que esa planta del local cerrará enseguida. Tendremos que ir a la planta baja.
   —Abajo no hay pantalla para ver el partido —le decimos.
   —Son las normas —responde, y apaga la tele con un gesto excesivamente enfático.
   Me levanto de la silla. Echo un vistazo a las paredes y los pasillos del salón en busca de algún letrero o cartel que diga que esa planta del negocio cierra a las 23 hs. Nada, ni rastro: da igual que cerrara al mediodía o en la madrugada. Vuelvo a la mesa, enrabietado.
   —Voy a pedir una hoja de reclamación —le digo a mi colega, y bajamos de inmediato.
   En la barra nos recibe el encargado. Con una parsimonia que espanta, camina hasta el fondo del local, abre una puerta trasera y desaparece. Minutos después regresa a la barra y, de mala gana, nos entrega las tres copias de la hoja de reclamación.
   Relleno las hojas y explico la situación. No quiero compensación económica ni nada que se le parezca. Pido, simplemente, mejor información sobre el horario de atención.
   Cuando acabo, le entrego las tres copias para que él, a su vez, haga los descargos respectivos y las firme. Las mira como si estuvieran escritas en chino.
   —Ahora tenéis que esperar a que yo las rellene —dice, y desaparece otra vez por la puerta. En realidad ha querido decir algo más o menos así: «¡Ahora esperáis todo el tiempo que a mí me dé la gana! Esto os pasa por poneros con tonterías».
   Mientras esperamos junto a la barra, siento que mi paciencia flaquea. Quiero salir corriendo y no volver a entrar allí nunca más en la vida. Pero no, sé que no es lo correcto. Sería como darles la razón. ¿Cuántos habrán renunciado a poner su queja sólo porque al susodicho no le dio la gana de rellenar las hojas? ¿Cuántos se quedaron ad portas del «milagro»? No, yo haré como el Sevilla: plantar cara hasta el final. De hecho, si me pusiera fino, tendría que hacer tres reclamaciones más: una por la cara de pocos amigos que puso cuando le pedimos las hojas, otra por la tardanza al rellenarlas y otra más por apagarnos la tele en las narices.
   ¡Sobre todo por apagarnos la tele en las narices!
   Casi media hora después, el encargado vuelve a la barra. En su cara se asoma, agazapado, un gesto de burla. Me entrega las dos copias firmadas y se queda con la suya. Somos los últimos en salir del local. A esa altura, no sé si aquellas hojas significan una victoria o una derrota. No sé si mañana tenga ánimos para registrar la queja en la Consejería de Economía y Hacienda.
   En la calle, un grupo de chavales nos cuenta el desenlace del partido: el Barça ha ganado 5-4. Nos lamentamos en voz baja. Y entonces pienso que también eso, el título del Barça, es en esta noche un motivo suficiente para pedir una hoja de reclamación.

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