10 de julio de 2016

Cumbre de las Azores



Cualquier director con un mínimo de experiencia habría notado que aquella escena no se sostenía, no era verosímil. «Vamos a dejarlo por un rato», habría dicho, mientras los tres actores se retirarían al vestuario a arreglarse el nudo de la corbata o a repasar una vez más su parlamento. ¿Qué sucedía? ¿Qué era lo que le restaba credibilidad a la situación? Quizá era el decorado: las flores de plástico sobre la mesa, los muebles demasiado convencionales, el fondo de piedra caliza que daba la impresión de venirse abajo con un soplo, como si fuese demasiado evidente que sólo estaba allí para ambientar aquella escena, la Cumbre de las Azores, y que en el siguiente acto lo cambiarían por otra cosa, un despacho de gobierno o un mitin ultranacionalista o directamente la invasión de un país en Oriente Medio. Quizá eran las luces, excesivas y mal ubicadas, y que dibujaban sendas sombras de los actores en el fondo de la estancia. O quizá —el director continuaría ajustando detalles— el problema estaba en los propios actores: rostros demasiado distendidos, casi afables, sin la gravedad que la escena requería, como si estuviesen celebrando algo y no anunciando una guerra (el actor de la izquierda, sorprendido por las cámaras y las luces, ni siquiera parecía estar en situación). Sea como sea, al cabo de un rato el director volvería a convocarlos a escena y los tres actores ocuparían sus lugares. «Necesito que sea creíble», les diría, «necesito que la gente crea que todo esto es verdad».


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