29 de febrero de 2012
La delgada línea
La línea parece estar dibujada sobre la acera. Caminar por la ruta significa ver, a la izquierda, el edificio de tres plantas con las dependencias (celdas) interiores del CIE.
La línea gira a la izquierda y se interna por una calle sin salida. Luego aparece el cubículo de entrada. Dos agentes se encargan de los controles.
—¿Adónde va?
—Vengo a renovar mi tarjeta de residencia.
La línea pasa el control de seguridad y desemboca en un patio grande, gris, frente a un edificio que tiene tanto de circo de feria como de prisión de alta seguridad.
La línea gira otra vez a la izquierda y apunta hacia una puerta de cristal. En un costado del patio se levanta una carpa blanca, con bancos de madera desnuda como los de una iglesia pobre. Los bancos están llenos y los más relegados se forman en una fila.
La línea avanza casi paralela a la línea de los relegados de la carpa. Vistas desde lejos, darían la impresión de ser la misma. Alguien de esta fila, mirando a los de la carpa, pregunta:
—¿Esa fila es para renovar la tarjeta?
—No, es para visitar a los detenidos del CIE —responde, secamente, el agente que pasa.
Y luego agrega algo que, bien mirado, podría ser una advertencia a futuro.
—Usted no se mueva de ahí, quédese donde está.
La línea se va estrechando a medida que la puerta de cristal se aproxima. Unas vallas grises de hierro marcan el final del camino.
Finísima, la línea cruza el umbral y desaparece ante el primer mostrador.
—Vengo a renovar mi tarjeta de residencia.
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