Desde niño tuvo que pedalear cuesta arriba. Cuentan que a su mamá, doña Eloisa Reyes, alguien que arreglaba muertos le tocó la panza cuando estaba embarazada de él y le transmitió un mal que allá en la loma de El Moral, en medio de las frías montañas de Boyacá, lo llaman «tentado de difunto», y que son pocos los que sobreviven. Luego, montado en la vieja bicicleta que su papá usaba para ir a ordeñar las vacas al otro lado del potrero, aprendió a remontar la cuesta que le llevaba todos los días al colegio, en Arcaburo, a 18 kilómetros de su casa, y que a los 12 años ya subía y bajaba hasta con los ojos cerrados. Un día una tractomula lo sacó de la carretera y lo tiró por un barranco, pero él lo único que lamentó fue haber llegado tarde a clase y con la ropa sucia. Más tarde, cuando su nombre ya despuntaba en los torneos nacionales, un taxi se lo llevó por delante y estuvo cinco días en coma. Todos pensaron que se moría, como cuando le dio el mal del difunto, pero él se levantó de la cama y siguió pedaleando. Nadie pudo detener su escalada. Y así, paciente pero osado, humilde pero con la línea de meta entre ceja y ceja, se subió a los podios más importantes del mundo: el Tour de l'Avenir, el Giro, el Tour y, ahora,
la Vuelta.
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